Libros


No saben la alegría que acabo de llevarme cuando, estando en mi terraza terminando de leer Agua y jabón. Apuntes sobre la elegancia involuntaria, de Marta D. Riezu, que ya he referido por aquí un par de veces y del que tengo que hacer una reseña cuando lo remate, he mirado a través de la barandilla para la calle y he visto a un hombre pasar leyendo un libro. ¡Leyendo un libro, maldita sea, no mirando un móvil! Con qué poco soy feliz.

Algunas anécdotas que tengo sobre libros.

Ya les he contado que me gusta leer en mis visitas a los cementerios; no encontrarán ustedes un lugar fuera de sus casas más tranquilo para leer que un cementerio, ni siquiera una biblioteca.

El año pasado estuve viendo un espectáculo en Barcelona que se llama Improshow; como su nombre indica, los actores improvisan sobre el escenario sobre la marcha y sobre lo que dice el público que digan y hagan. En un momento del espectáculo, dijeron que, para continuar, necesitaban un libro para abrirlo por una página al azar y, según lo que leyeran, continuar la actuación. Preguntaron que quién les dejaba un libro. Solo una persona entre las casi cuatrocientas que allí estábamos llevaba un libro en la sala.

En una intervención que tuvieron que hacer a mi padre hará como ocho o nueve años, en la sala de espera del hospital estuve leyendo El árbol de la ciencia de Pío Baroja. La gente me miraba con incredulidad, con cara de qué está haciendo el loco ese y qué es ese misterioso objeto que tiene entre las manos.

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