Nuestras cosas
Sigo enfrascado estos días de agosto leyendo Agua y jabón. Apuntes sobre la elegancia involuntaria de Marta D. Riezu. No tengo duda de que esta ha sido mi lectura del verano -y sé que aún queda más de un mes de estación, pero dudo mucho que cualquier otra lectura pueda superarla- y su autora, mi gran descubrimiento. El caso es que tiene todo un capítulo dedicado a los objetos, reflexionando sobre cómo los hacemos nuestros y que un buen objeto -un mueble o un camiseta- gastado dice mucho más que la compra casi de usar y tirar de Ikea o Primark -respectivamente-, entre otros muchos ejemplos y reflexiones. No lo dice con estas palabras, pero se entiende la idea. También habla de cómo nuestros objetos dan vida a la casa, son nuestros y hacen nuestra morada nuestra.
Esto me ha llevado a recordar uno de mis grandes debates con mi suegra justo cuando me acababa de comprar la casa en la que vivo ahora: ella quería imponer sus gustos decorativos en MI casa, para convertirla en una casa sin alma de una revista de decoración. Tenía -bueno, tiene-, la absursda idea de que las toallas son decorativas, es decir, según ella, los toalleros del cuarto de baño son para exponer nuestra más brillante colección de toallas para las visitas -como si yo fuera a estar aquí todo el día recibiendo gente- y las que se deben usar están en otros lugares, bien en un cajón debajo del lavabo, bien colgando en la pared detrás de la puerta. Como podrán imaginar, le dije que de aquello nanai en MI casa -y vuelvo a recalcar el posesivo-, que los toalleros iban a ser para las toallas que iba a usar en mi día a día y que las toallas elegantes que había puesto en el ajuar de su hija, si quería, se las podía llevar para la decoración de su casa, porque de estar en la mía, se iban a usar como lo que son: toallas, para secarse las manos, la cara o el culo.
No parecía entenderlo. La buena mujer -y lo de buena es cierto, me llevo muy bien con ella, pero en aquellos meses chocamos mucho con estos temas domésticos- seguía queriendo imponer su criterio y cada vez que venía a mi casa, sobre todo si preveía que iba a haber una visita, me cambiaba las toallas. Recuerdo una vez aquellos primeros meses viviendo en esta casa hace ahora casi cinco años que por el motivo que fuera salí antes de trabajar; cuando llegué a casa me la encontré distinta porque ella había venido un rato antes, con sus llaves, ya no solo a cambiarme las toallas, sino a ponerme absurdos objetos decorativos por las distintas estancias porque iba a venir luego con una amiga a enseñarle la casa que se había comprado su hija. Por su puesto, lo quité todo de en medio y su sorpresa fue grande al llegar porque ni siquiera esperaba encontrarme allí.
Tuve una conversación con ella. Dicen que más vale una vez rojo que ciento amarillo. Le dije que esas visitas para enseñar MI casa a sus amigas sin mi presencia se habían acabado, que dejara de ponerme objetos absurdos para convertir MI casa en un lugar sin alma, porque precisamente nuestros objetos cotidianos -los de su hija y los míos- son lo que hacían la casa nuestra, humana, cálida, habitable, y que dejara en paz las malditas toallas porque la próxima vez que las viera puestas en el toallero no sería la cara y las manos lo único que iban a secar, sino otras partes menos pudorososas del cuerpo porque, en fin, es lo que tenemos los miopes cuando nos levantamos por las mañanas, que vamos sin gafas ni lentillas al cuarto de baño y a veces cometemos errores.
Ya nunca volvió a cambiar ni a tocar nada.
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